El legado de Trump

Reproducimos el artículo de nuestro presidente, Leonel Fernández, publicado este lunes 11 de enero en su espacio, Observatorio Global, en el Listín Diario.

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Donald Trump termina su mandato presidencial de la misma forma en que lo inició: en medio del caos, la confusión y el desconcierto.

Ahora, al final, bajo su directa instigación, una muchedumbre literalmente tomó por asalto el edificio del Capitolio, símbolo de la democracia norteamericana, presionando para provocar una variación de la certificación que declaraba a Joe Biden, candidato del Partido Demócrata, como próximo presidente de los Estados Unidos.

Las escenas que recorrieron el mundo son repulsivas. En ellas se perciben hordas delirantes, imbuidas de espíritu mesiánico, dispuestas a desafiar todos los obstáculos, con tal de conquistar su objetivo: revertir la voluntad del pueblo estadounidense expresada en las urnas.

El valor simbólico de esas imágenes resulta indescriptible. Lo que reflejan es que con semejante comportamiento se ha puesto en riesgo la legitimidad del propio sistema democrático de los Estados Unidos.

Al ser el principal provocador de esas acciones, Donald Trump ha escrito el epitafio de lo que podría ser su tumba política. Naturalmente, pudo haber sido de otra manera. Aunque no ganó el certamen electoral, Trump no quedó tan mal. Obtuvo 74 millones de votos, 12 millones más que en 2016, cuando conquistó el triunfo electoral frente a Hillary Clinton.

Por demás, en términos porcentuales, la diferencia fue de 51.3 por ciento a favor de Biden y un 46.8 por ciento para Trump. Con cifras así, antes del asalto al Capitolio, algunos pensaban que el magnate neoyorkino podría emerger como líder del Partido Republicano y tal vez hasta volver como candidato presidencial en 2024.

Ahora todo eso resulta improbable y la razón se debe, esencialmente, a un hecho: la personalidad o temperamento del propio Donald Trump.

Genio estable

Trump se califica a sí mismo de genio estable. Sin embargo, lo que se aprecia de él es que se trata de una figura extravagante, pintoresca y narcisista, con unos inocultables aires de superioridad. En fin, una personalidad compleja, cuya meta ha sido la riqueza, la fama y el poder.

En principio, un hombre de negocios, que hereda de su padre un emporio inmobiliario dedicado a la compra, renovación, venta y alquiler de edificios de apartamentos en Nueva York.

Cuando a principios de la década de los setenta se coloca a la cabeza del negocio familiar, Donald Trump lo reorienta hacia el área de hoteles, casinos, campos de golf y líneas aéreas. Es ahí donde, con altibajos, logra crear y consolidar el nombre de Trump como branding o sello comercial.

Al mismo tiempo sentía la necesidad de marcar presencia a través de los medios de comunicación. Por eso, participaba en diversos programas de televisión, haciendo declaraciones y comentarios deliberadamente controversiales.

Su interés era concitar la atención, convertirse en una especie de celebridad mediática. Organizó el concurso de Miss Universo, difundía la cartelera de la lucha libre y fue dueño de un equipo de football.

Pero no se quedaba ahí. Hizo aparición, como actor de reparto, en ocho películas de largo metraje. Creó su propio programa de reality show: The Apprentice, con mucha audiencia entre jóvenes con aspiraciones empresariales.

Hasta la fecha ha publicado 19 libros. Uno de ellos, The Art of the Deal (El Arte de la Negociación), se convirtió en un verdadero best-seller o de los más vendidos.

Sin embargo, de manera extraña, nunca ha escrito ninguno. Siempre lo hace otro, un escritor fantasma (ghostwriter). El más connotado, Tony Schwartz.

Para comprender a plenitud la personalidad de Donald Trump hay que tomar en consideración que la primera vez que contrajo matrimonio fue con una modelo checa, Ivanna Zelnickova.

Sus segundas nupcias fueron con una actriz de cine, Marla Maples; y en la tercera ocasión, con su actual esposa, la exmodelo eslovaca, Melania Knauss. Como puede apreciarse, un gusto altamente selectivo.

Rumbo a la casa blanca

En el ámbito de la política, Donald Trump nunca ha sido estable. Cambiaba de afiliación con inusitada frecuencia. En 1987 ingresó al Partido Republicano. Luego pasó a ser miembro de un llamado Partido Reformista (que nada tiene que ver con el dominicano).

Posteriormente se registró en el Partido Demócrata; en el 2009 volvió a ser republicano. Dos años después, en 2011, se hizo independiente; y al año siguiente, 2012, se reincorporó, por tercera vez, al padrón del Partido Republicano.

En un par de ocasiones flirteó con la idea de una candidatura presidencial. Cuando finalmente se lanzó, en 2015, no se le tomó en serio. Se creyó que era un nuevo plan mercadológico de promoción de sus negocios.

No obstante, con consignas como las de América Primero; Hagamos América Grande; y Retomemos Nuestro País, se fue posicionando en las primarias de su partido hasta alcanzar la nominación.

Varios factores influyeron para que así fuera. Primero, el que un sector de la sociedad norteamericana nunca aceptó la idea de que un afroamericano, como Barack Obama, pudiese ser presidente de los Estados Unidos.

Trump empezó su campaña, precisamente, cuestionando la nacionalidad de Obama. Afirmaba que había nacido en Kenia, de donde era su padre; y reclamaba que presentara su acta de nacimiento.

Contando con el apoyo de la cadena de Fox News y de otros medios de la maquinaria propagandística conservadora, el mensaje fue penetrando en los sectores más sensibles al tema racial.

Trump también anunciaba que se enfrentaría al establishment o poderes establecidos en Washington, al que consideraba responsable de los efectos nocivos de la globalización, como era el cierre de las industrias, la migración ilegal, el desempleo, la desigualdad, la pobreza y el pesimismo que se había apoderado de los norteamericanos.

Con esas ideas y con la promesa de que drenaría el pantano de Washington (drain the swamp), Donald Trump venció, de manera inesperada, en 2016 a la candidata del Partido Demócrata, Hillary Clinton.

Desde la Casa Blanca, con el apoyo de grupos de ultraderecha, procuró eliminar el legado de Barack Obama y promover, en lo doméstico una política racista, divisionista y conservadora; y hacia fuera, en lo internacional, una de corte nacionalista, populista, proteccionista y aislacionista.

Su arma fundamental de comunicación fue Twitter. Llegó a tener, de manera espectacular, 88 millones de seguidores, lo cual le permitió desafiar medios tan poderosos como The New York Times, The Washington Post y CNN, a los que consideraba enemigos del pueblo y promotores de fake news.

A pesar de su retórica incendiaria y su estilo confrontacional, Trump logró concitar un gran apoyo en segmentos importantes de la sociedad norteamericana. Tanto es así que en un momento se pensó que hasta podía ganar la reelección.

Su enemigo fundamental fue COVID-19. Conociendo su verdadera magnitud, no la supo gerenciar. Al término de su mandato, Estados Unidos es el país con mayor número de contagiados y de fallecidos en el mundo.

Sin embargo, a pesar de su derrota, Trump pudo haber continuado siendo un líder influyente en las filas del conservadurismo y un potencial candidato en 2024.

Ahora, todo indica que no será posible. Su obstinación en conducir a extremos su alegato de fraude y en no aceptar el triunfo de Joe Biden, como correspondía, lo convierten en una sombra del pasado, o en el mejor de los casos, en una pieza de museo.

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